No es una sentencia, son 30 años

El mundo se enfrenta a una situación alarmante de temperaturas sin precedentes y récords de calor que desafían la historia. En el Antártico, el hielo ya no se forma adecuadamente. Hay señales preocupantes de que la corriente oceánica está empezando a colapsar. Y en lugares como Florida, la temperatura del océano ha superado los 38ºC. Mientras tanto, incendios devastadores arrasan en Grecia, Sicilia y Argelia. En España los veranos son cinco grados más calurosos que hace unas décadas. La sequía y el pedrizo han ocasionado pérdida de cosechas. Y este verano el melón y la sandía han escaseado en los supermercados, con precios por las nubes cuando había. Estos fenómenos no son producto de ninguna sentencia, son 30 años de capitalismo verde. Llevamos así treinta años.

Sin embargo, a pesar de las continuas advertencias y recomendaciones de la comunidad científica y de los Informes sobre la Brecha de Emisiones de la ONU, sobre la insuficiencia de la acción climática desplegada por los gobiernos y empresas y la necesidad de tomar medidas radicales y urgentes, estos asuntos no han sido el foco principal de atención de la campaña electoral habida este verano.

Estas advertencias tampoco han sido tomadas en consideración en la reciente sentencia del Tribunal Supremo, que ha desestimado la demanda de incrementar el esfuerzo de reducción de emisiones del Gobierno español. La reclamación fue interpuesta por las organizaciones Ecologistas en Acción, Intermón Oxfam, Greenpeace y Coordinadora de Organizaciones para el Desarrollo y movimientos como Fridays For Future. Y el objetivo era que el Tribunal Supremo reconociera la obligatoriedad de una mayor ambición climática y el gobierno quedara obligado a incrementarla desde el exiguo 23% en que está ahora al 55%, de acuerdo con los objetivos de la Unión Europea.

Es decepcionante que nuestro Tribunal Supremo haya mostrado una actitud retrograda y poco comprometida con la emergencia climática. El argumento es la inexistencia de un precepto taxativo que obligue al gobierno dicho mayor esfuerzo. Y que la política implementada se encuentra dentro del rango de discrecionalidad que permiten las normas y tratados internacionales. Se ha desviado así de la jurisprudencia de otros países europeos como Países Bajos, Francia o Alemania. En ellos sus tribunales han emitido fallos contundentes en contra de sus gobiernos por la falta de acción frente al cambio climático.

Si bien agotar la vía judicial puede ser un elemento de presión social, es evidente que este proceso es demasiado lento para lograr una sentencia favorable ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, pues no disponemos del tiempo necesario que llevará. Alrededor de ocho años.

Hay que reconocer que el problema no es una sentencia específica, va más allá. La traba es la continuidad de la política que se ha mantenido durante décadas por los sucesivos gobiernos —del signo político que sean— tanto en España como en el resto del continente: el «desarrollo sostenible» o capitalismo verde.

La política vigente de «desarrollo sostenible» consiste en la transferencia al mercado de la responsabilidad de la reducción de emisiones y del uso sustentable y conservación de la biodiversidad, la cual se acometió con la firma de la Carta de Belem.

El modelo se desplegó mediante mecanismos como los mercados de carbono, bancos de biodiversidad o bonos de capital natural. Artefactos cuya misión es estructurar el mercado organizando las condiciones de competencia. No se trataba con ello de adoptar medidas de apoyo a los estados en la reducción de emisiones. Sino de adoptar medidas para garantizar la expansión de los mercados y mantener su rentabilidad, con la aprobación del Estado. Dicho de manera más rápida: el objetivo era privatizar la lucha contra el cambio climático. Y se ha conseguido.

Treinta años van desde 1992 —tras la Convención Marco ONU sobre Cambio Climático de Río o Cumbre de la Tierra— hasta hoy. Treinta años malgastados en la lucha contra el calentamiento global, durante los cuales no han dejado de incrementarse las emisiones.

Han sido décadas de alineación del poder político con los intereses de los responsables de la crisis climática: las corporaciones trasnacionales y las élites nacionales. Bien haya sido por coincidencia estratégica o como maniobra táctica. En uno u otro caso, el resultado es el enriquecimiento de unos pocos, el empobrecimiento de la mayoría y la ruina del clima.

Esta aceptación o tolerancia hoy en día es evidente a ambos lados del arco político. Tanto en posiciones de coincidencia estratégica, como en el caso del negacionismo de la extrema derecha y el retardismo (negacionismo encubierto) de la derecha conservadora. Como en el enmascaramiento como una maniobra táctica, en el posibilismo (negacionismo razonado) de la izquierda y la socialdemocracia, con su aceptación del capitalismo verde o Green New Deal.

Y es que, aunque nos guste mucho nuestra vida, nuestra casa, nuestras pertenencias, necesitamos refundar nuestro estilo de vida. En la actual situación emergencia (climática) no basta con cuestionar la política de un gobierno concreto o perseguir un cambio de gobierno. La política climática que se ha desplegado no es más que la letra pequeña de una ley personal —que no toma en consideración las recomendaciones de la ciencia— y que no cambia el rumbo climático ni hace que pueda decirse que estamos desplegando siquiera una acción climática.

Nadie quiere ponerle el cascabel al gato (el crecimiento continuo): unos por coincidencia ideológica otros por miedo a perder poder o votos. Las tres posiciones descritas (negacionismo, retardismo y posibilismo) son la respuesta de las diferentes ópticas políticas que conviven dentro del modo neoliberal de gobierno, incluso la de aquélla que es opuesta a él.

Ninguna de ellas es la alternativa para un mundo viable. Ni siquiera socialmente. Los partidos que han estado en el gobierno han sido incapaces delograr los objetivos básicos. El 20 o 30% de los jóvenes está en paro y vive en una completa inseguridad económica. Muchos de ellos ni siquiera se pueden emancipar. Millones de personas no pueden pagar una vivienda digna. Incluso hay gente que tiene problemas para alimentarse, al no poder permitirse una dieta nutritiva. ¿Una economía que es tan productiva y rica y tanta miseria social?

Mucho menos han sido capaces de reducir las formas de producción menos necesarias. Han fallado en su cometido. Cambia la estética de la política económica, pero no la política económica del crecimiento continuo, a la que se le agregan más o menos capas de pintura verde en función del actor político que la lleva a cabo.

¿Cuál es la alternativa entonces? Un sistema económico que organice la producción no en torno a la maximización de las ganancias, sino en torno a las necesidades y el bienestar humanos y al cuidado del medio ambiente. Para ello es necesario llevar a cabo un proceso de ordenación de la economía.

Un proceso de ordenación que permita transitar desde una economía en la que cada sector debe crecer todo el tiempo, independientemente de si realmente lo necesitamos o no. A otra economía que debe reducir la producción de cosas menos necesarias. Como los SUV, los jets privados, los cruceros, la moda rápida o los combustibles fósiles. Pero en la que pueden crecer los sectores específicos que realmente necesitamos. Como la producción de viviendas asequibles, el transporte público, la energía renovable, la industria local, por ejemplo. Este cambio no paraliza el proceso económico, lo ordena.

La emergencia climática ha puesto en juego no sólo el destino de cada uno. Sino el nuestro, es decir, el de nuestros padres, el de nuestros hijos, el de nuestras comunidades. Por ello necesitamos poner un poco de épica en nuestra vida. Reavivar nuestra capacidad de creer. Y ser héroes del destino, esa fortuna favorable o adversa que nos ha tocado vivir: la emergencia climática, aunque sea por causa ajena a nuestra voluntad, como en el caso de Eneas. A pesar de todo, lo seremos.

Francisco Soler

Coportavoz

Cambia-Partido del Clima

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